viernes, 30 de mayo de 2014

La descomposición

Su discurso fue más corto de lo habitual. Y menos intenso. No se sentía mal, pero algo le molestaba. Un cosquilleo en la oreja —dentro de la oreja— le impedía concentrarse. 
Ante él veía a cientos de personas, que lo arropaban con la mirada, que aplaudían cada uno de sus gestos, que asentían, que gritaban, que coreaban su nombre; que se tomaban selfies. Nadie se percató que algo no estaba normal.
Cuando terminó, se dirigió de nuevo a la silla en la que estaba antes. Ahí, quienes lo acompañaban en la mesa principal, se levantaron, como resortes, para felicitarlo. Él apretó manos e hizo amagos de abrazos. Sentía las palmas —sus palmas— en exceso húmedas y que él apestaba a sudor.
Ya sentado, y mientras otro orador le agradecía en público su presencia, con discreción se llevó una mano a la oreja. Hizo como si, con el dorso, aplacara el rebelde remolino que siempre se agitaba en sus arengas. Sin embargo, el peinado era lo de menos.
El cosquilleo era ya insoportable; no sólo se sentía adentro. Además, un líquido —no agua; mucho más viscoso— comenzaba a fluir, y se deslizaba por su mejjilla. Con sus dedos agarró lo que le estaba molestando, algo como un pequeño arroz, suave.
Bajó la mano con discreción y la dejó a un costado. Intentó prestar atención, escuchar las palabras de quien ahora hablaba, pero su mente estaba entre el pulgar y el índice.
Levantó ahora la mano a la altura de sus ojos y vio lo que tenía: una larva. Era blanca, tirando a amarilla, con dos ojitos negros, pequeños, y se movía frenéticamente. 
Con repulsión, la tiró al suelo y la pisó. Estuvo machacando el insecto durante varios segundos, con un movimiento mecánico. Continuó en su papel y, cuando concluyó el orador, él igual se levantó para felicitarlo. Le dio la mano —la misma, húmeda, casi goteando, con la que se había sacado la larva— y lo abrazó efusivamente. «Gracias, hermano, por tus palabras», susurró.

*

El evento —el mitin, el retiro espiritual, la junta de consejo… — duró media hora más. Con señas, pidió que le dieran un pañuelo, que se pasó varias veces por el cuello. Vio entonces que la tela se manchaba. No pudo más; se excusó y pidió que lo llevaran a sus oficinas. Estaba lívido, tenía ganas de vomitar y el cosquilleo continuaba. Sin embargo, nadie se dio cuenta. Nadie. Sólo yo, y sólo tú, ahora. Antes de llegar a la suburban, tuvo que saludar a muchas de personas. A algunas, las conocía; a otras, no. Pero veía sus sonrisas y sus gestos de afecto; muchos, sólo se conformaban con una mirada de él, con rozar su guayabera, con tocar su sotana, con sacudir su mano… Intentó, como siempre, en sonreír y en demostrar cercanía. Y tuvo éxito. Cuando logró traspasar ese mar de gente, se subió aliviado al vehículo. Adentro, ya estaba funcionando el aire acondicionado; ordenó que arrancaran. Cerró los ojos en el trayecto. Intentó no pensar. Trató de poner su mente en blanco, en cero. Pero no pudo. Tampoco pudo rezar; ya no tenía práctica. El cosquilleo, esa larva asquerosa, el pañuelo manchado con un líquido café, «como mierda», no era la primera vez que le pasaba. Todo comenzó cuando se lo creyó.

*

Solía tener principios. Solía saber dónde terminaba el bien y dónde comenzaba el mal. Solía ser un hombre íntegro. Y como tal, trabajaba. Como muchos otros de su generación, desde niño tuvo claro lo que quería. Y, desde entonces, todos sus esfuerzos giraron en torno a ese objetivo.
Realmente creía que podía lograr un cambio para bien en las personas que lo rodeaban. Estaba convencido que algo —llámese azar, llámese providencia— lo había destinado a hacer el bien. Realmente quería dejar una huella positiva. Se consideraba un líder, alguien a quien valía la pena hacer caso, seguir. Hasta que comenzaron los cosquilleos en la oreja.

*

«Esas son las medidas que le hacían falta al Estado. ¡Felicidades». «Realmente me gustó su homilía, padre. Me llegó al corazón». «Es usted un excelente gobernante». «Tú nos hacías falta; llegaste en el momento indicado». «Era muy necesaria la decisión que tomaste; para que la empresa prospere, había que quitar toda esa grasa…». 
«¡Qué bueno que corrió de su gabinete a ese ladrón! ¡Ya era hora que alguien hiciera algo contra la corrupción!». «Muchas gracias por el apoyo. Gracias. Mis hijos y yo podremos salir adelante». «Usted realmente vive el Evangelio; no es como los curas que estuvieron antes en la parroquia. Dios nos lo envió». «¡Hazme un hijo!». 
«Precisamente obras de infraestructura de ese tipo es lo que necesitamos para dejar de ser una zona pinchurrienta». «Sí que tienes güevos. Nadie, nadie le había hecho frente a los empresarios». «Es un santo». «Eres el paradigma del nuevo hombre de negocios».
«¡Qué buen discurso! Nunca antes había asistido a un mitin tan concurrido». «Si quieres, vas a llegar hasta Los Pinos». «De una empresa familiar a una con presencia en todo el país y, próximamente, en el extranjero». «Lograste lo que nadie: callaste a los críticos sistemáticos; te metiste a la bolsa incluso al periódico más duro con nuestro partido». 
«Eres la mano derecha del obispo». «La compañía necesitaba de un director general como tú, sobre todo en estas épocas turbulentas». «Tus deseos son órdenes».

*

Se bajó de la suburban, y recorrió con rapidez el atrio. Subió las escaleras y se dirigió a sus oficinas, en el anexo parroquial. Se sorprendió al ver a su capellán. No sabía cómo lo había logrado —de nuevo— pero había llegado antes que él. 
Lo saludó y entró; fue directo al baño. Ahí, ante un gran espejo, volteó el rostro, en un vano intento para ver su oído. Aunque sentía que el líquido seguía saliendo de ahí, no vio nada. Sin embargo, el papel seguía manchándose. 
Su sotana estaba empapada. Y efectivamente, su sudor apestaba. Pero no con ese olor agrio, de queso que le perseguía desde la adolescencia, en el seminario. No. Hedía. A muerto. 
Se la quitó y se refrescó. Pidió que le trajeran una camisa —«sí, esa con el alzacuellos que me traje de Roma…»—. La sotana, la que olía a diablos, a azufre, la tiró a la basura. Y así, con el dorso desnudo, se vio de nuevo en el espejo.

Ya no era el de antes. No. Había ganado kilos, muchos. Tenía tetitas de una preadolescente, con largos, rizados pelos coronando los pezones negros. Innumerables estrías surcaban su cuerpo, lo que lo hacía parecerse un triste tigre; un trabalenguas de grasa. Antes de salir, metió la panza. Afuera, su capellán lo esperaba con una prenda recién planchada. Él le dio las gracias, esperando un gesto de asco, una señal de que veía lo mismo que él. Pero no. Se la puso, y le pidió que le dijera qué seguía, a qué hora tenía misa, y si había alguna cita. El capellán sacó de su bolsillo una lista y empezó a recitar nombres y asuntos. Él asentía, pero no escuchaba. Sólo veía cómo su escudero movía los labios, ensimismado en el papel que tenían frente a sus ojos. «Cancela todo», le ordenó. «Llama al otro padre. Hoy no estoy de humor. Ni para dios ni para los hombres». Y con un ademán le pidió que se retirara.

*

No fue una descomposición rápida. A la larva que había aplastado esa mañana le siguieron otras. Al principio, una cada dos, tres días. Primero, sólo salían de un oído, después de los dos y de la nariz. Incluso, vio una asomándose por un lagrimal.
Las larvas se transformaron en moscas. Las sentía zumbar en su interior. Sus apariciones públicas fueron cada vez más esporádicas.
La peste no sólo seguía impregnándose en sus narices; aumentaba. Se tenía que cambiar cinco, seis veces por día. Sus manos sudaban y se comenzaron a llenar de vejigas, pequeñísimas ampollas con una sustancia verdusca en su interior.
Se le cayeron varios dientes, y su lengua se fue tornando blanca, como cubierta por una nieve pastosa. 
Sin embargo, y lo que más le llamaba más la atención, fue que incluso cuando él vomitaba ante el asco de verse y olerse, la gente le seguía sonriendo; buscando su mirada o su mano para estrecharla.
Las mujeres, incluso, se mostraban más descaradas que antes. Hacían el amor con él con la misma o mayor intensidad que antes. Y no sólo parecía, lo gozaban. Gemían y gritaban al sentir que él tenía un orgasmo.
Esa indiferencia general hacia su carne putrefacta lo convenció de no ir al médico. Mantuvo, en la medida que podía, su agenda normal. Trabajaba al garete, como zombi, que al fin y al cabo, era en lo que se estaba convirtiendo.
Todas las mañas veía —cuando se le cayeron los párpados se le hizo imposible leer— la prensa. Y se veía en ella. Como se recordaba. Como era antes de que creyera que tenía un cosquilleo en la oreja.

*

Un día, en una reunión de su consejo de administración, vio algo raro en su café. Tomó una cuchara y removió la taza. Del fondo emergió un pedazo de carne. Era parte de su lengua.
Mientras sus empleados proyectaban las excelentes cifras de crecimiento de su empresa, él se deshacía; como un gelatinoso trozo sobre pavimento. Se hablaba de planes de expansión, de la necesidad de recortar —aún más— al personan, de crear diversas empresas para pagar menos impuestos.
Harto, les dijo a todos sus directores y asesores externos —«lamebotas todos», maldijo en silencio— que la junta se terminaba y llamó a su secretaria. Le pidió —balbuceando— que cerrara la puerta y le preguntó si no veía cómo se estaba pudriendo en vida. 

«No, señor», le respondió ella, con tono rugoso. No lo dijo, pero bien pudo añadir: «Al contrario. Es usted la imagen misma del poder».

_________________________________________ Post scriptum: ¿Es necesario mentir y poner, en una advertencia, que este relato no está basado en ningún personaje de la vida real? Yo creo que no. Al escribirlo, me inspiré en el ser humano, en cuya naturaleza radica la tendencia a descomponerse cuando ejerce algún tipo de influencia o poder. _________________________________________

jueves, 28 de enero de 2010

Las palabras que el viento se llevó...


Aguerridos, valientes, sin pelos en la lengua se mostraron hace una semana. Dijeron lo que muchos querían oír, y muchos les creyeron. Cuatro días después, sus palabras se las llevó el viento. Y su credibilidad también.
El viernes 22 leíamos en el Diario las opiniones de panistas yucatecos sobre el nombramiento de Miguel Ángel Jiménez Godínez como asesor en la embajada de Gran Bretaña.
(Grupo Megamedia acusó a Jiménez de intento de soborno. En marzo, cuando ocupaba la dirección de la Lotería, trató de pagar con fondos públicos propaganda para panistas en Campeche. Trató y no pudo, porque el soborno no fue aceptado).
Magaly Cruz, presidenta del PAN en Yucatán, lamentó que “no haya existido una sanción y sí un premio”. Beatriz Zavala, precandidata panista a la alcaldía de Mérida, dijo que era un hecho “lamentable”. Su contendiente por la candidatura panista, Salvador Vitelli, coincidió con ambas: “Esto afecta la imagen de Acción Nacional”.
Posturas valientes. Declaraciones aguerridas, sin pelos en la lengua... pero huecas, como se comprobó cinco días después, en la ciudad de México.
Ahí, durante una sesión de la Comisión Permanente del Congreso, sus compañeros de partido votaron contra un extrañamiento y un exhorto para que no se concrete el nombramiento de Jiménez. Los panistas quieren que un sobornador frustrado represente al país.
Ayer se realizó el foro “Rumbo a las elecciones”, organizado por Grupo Megamedia. Al final, se le cuestionó a la señora Cruz la brecha entre lo que se dice y lo que se hace en su partido, en particular en el caso de la Lotería. La respuesta no fue muy distinta a la del 22: “Estoy avergonzada...”. Bla-bla-bla. No anunció acción alguna de repudio ni se comprometió a hablar con sus compañeros para manifestarles su desacuerdo... Nada.
A partir de hoy, Mérida es sede de un cónclave de senadores
del PAN. Varios de los que vienen votaron contra el extrañamiento. Varios avalaron a Jiménez Godínez.
En esta reunión, los panistas yucatecos tienen una oportunidad de oro para hacer recapacitar a sus compañeros, de pasar de las palabras a los hechos... De recuperar su credibilidad que ahora está flotando en el viento como una pluma.

viernes, 8 de enero de 2010

Cuando Mérida se aburre

Nada como un café y Monterroso para estos somnolientos, fríos tiempos. Y cuando despertó —de su “siesta cívica”—, el dinosaurio seguía ahí...
No había cambiado en nada. Era el mismo, exactamente el mismo. Soberbio, corrupto, inaccesible, tiránico, bruto... Y no sólo seguía ahí, sino que también se comportaba de la misma manera.
Se decía democrático, pero descalificaba —por acción u omisión— a los que querían participar en algún proceso interno con esas características. “Eres un traidor”, le increpaba al osado que le tomaba la palabra. “Sólo unidos ganaremos”, gruñía.
Se calificaba como alguien cercano al pueblo, pero en realidad seguía siendo un simple populista. Creía que bastaban el oropel y los fuegos de artificio para conquistar a sus gobernados.
“Mírame, soy como tú”, le susurraba lascivamente al pueblo. “Veo los mismos programas, tengo los mismos ídolos. Es más, soy amigo de ellos. Veme”.
El monstruo tornasol, en ocasiones azul, otras tricolor, seguía sin aceptar puntos de vista distintos. Éstos eran “descalificaciones que sólo se usan para perjudicar al pueblo”. Los críticos eran enemigos de él y, por tanto, de los demás. Él creía que era los demás. Sus promesas seguían siendo las mismas, exactamente las mismas. Y seguían sin cumplirse.
Despertar de la “siesta cívica” —interesante término acuñado en el foro organizado por Sociedad en Movimiento y Fundación Megamedia— no cambiará en nada la actual, repugnante situación. Sólo provocará náuseas. Y vómito.
Hay que despertar y actuar. Ponernos de pie; erguirnos. Revelarnos contra el dinosaurio; convertirnos en causa de su extinción, en meteoritos o, mínimo, en piedras certeras. Decirle que estamos hartos de él, de sus prácticas, de sus actitudes.
Dejar de bostezar y comenzar a
gritar. ¡Ya no queremos promesas sin cumplir! ¡No me interesan tus amistades de la farándula! ¡Deja ya de criticar y de descalificar! ¡Promueve el empleo, la inversión!
En febrero de 1968, el periodista Pierre Viensson-Ponté publicó el artículo “Cuando Francia se aburre” en Le Monde. Esta pieza fue el primer adoquín de las barricadas del mayo posterior.
¿Qué necesita Mérida para despertar, para dejar atrás el aburrimiento? ¿Cuántos artículos como los de Pierre Viensson-Ponté son necesarios para que los meridanos despierten, dejen atrás el amodorramiento y se pongan a construir barricadas?— Mérida, Yucatán.
cicero.pablo@gmail.com
http://cicero76.blogspot.com/

martes, 22 de diciembre de 2009

Fascistas incompletos

¿Qué gobierno es este que no puede ni proteger a la familia de uno de sus héroes? ¿A qué está jugando Calderón? ¿Qué trata de demostrar? La guerra contra el narcotráfico es un rotundo fracaso, es un espiral de violencia que parece no terminar.
No hay estrategia ni metas. No hay una cabeza visible. PFP, Ejército, Marina... Todos actuando por la libre, sin compartir información, sin ponerse de acuerdo. Hay dudas, confusión. ¡Vamos!, que incluso para ser fascistas se necesita un poco de inteligencia.

jueves, 17 de diciembre de 2009

París, hoy




Tres imágenes de París, tomadas hoy. Sobran más palabras.

Me gusta...

Me gusta lo que hago. Llegar, temprano, y caminar, primero, por un caos oscuro de retazos de papel, de resaca de tinta.
Llegar a mi lugar y escuchar los primeros latidos del día, intenso, a veces, suaves, otras.
Platicar con mis compañeros de armas, con mis colegas periodistas; planear lo que se comentará al día siguiente.
Enmendar los errores de la jornada anterior; validar los aciertos, fijar metas.
Me gusta irme al mediodía a mi casa. Ver a mi esposa, preguntarle cómo le fue en la mañana, a ella y a mis dos hijas. Comer rápido y abrazar a la más pequeña, sentarla en mis piernas y extender mis brazos, pra que los acaricie. Darle de comer a Nemo.
Me gusta preparar café. Un capuchino descafeinado y deslactosado para Isabel, un expreso doble para mí.
Dar besos de despedida, y llevar en mí parte de mi casa.
Me gusta regresar. El caos ya no lo es tanto. Ahora se registra un intenso movimiento. Ver cómo se trasnportan las bobinas de papel y cómo se limpian las rotativas. Me gusta saludar a los que trabajan en publicidad, circulación y producción.
Me gusta conocer cómo han evolucionado las informaciones. Se convierten en sere propios, con fuerza propia. La imaginación y la investigación germinan y se reflejan en textos e imágenes. Hay días que esos textos e imágenes conmueven. Otros, emocionan. Pero siempre hacen pensar.
Me gusta el debate que se realiza para tratar de pronosticar qué le gustará a la gente, qué le llamará más la atenión. Ponerme en los zapatos de otros, dejar de ser yo.
Me gusta buscar la foto más atractiva del día. Elegir entre mil. Observar el naciemiento de una primera plana, estar contrarreloj, saber que, en algún lugar, alguien está esperando el envío de las placas.
Me gusta, y mucho, escuchar el arranque de las prensas; el olor de la tinta, el runrun del papel. Me fascina.
Me gusta defender mi oficio, pensar en él, ver las maneras de que subsista y expanda. Me gusta ser periodista.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Efrén apócrifo



Sí, me robé a los protagonistas de las caricaturas de Efrén. Lo reconozco. Soy un plagiario. Pero prefiero ser ladrón a quitarle a otro su derecho a opinar.