jueves, 10 de diciembre de 2009
Primer capítulo
Si alguna vez mueres, como yo, al amanecer, en un mar de girasoles, no cierres los ojos, disfruta de la sinfonía de amarillos. Respira hondo, que tus pulmones se llenen con el olor del rocío de la mañana... Y después, sólo después, deja escapar tu último suspiro. Pensaba que no había lugar para la poesía en la guerra, pero estaba equivocado. Pisé por primera vez Angola hace ya mucho tiempo. Hace ya una eternidad. Como miles de jóvenes portugueses, me vi obligado a dejarlo todo, todo, y en ese todo están ellas. A cambio, a cambio, sólo la nada, y en esa nada está la muerte. La muerte y la tristeza de la ausencia recurrente. He vivido –sobrevivido- esta obscura, amarga experiencia con una extraña sensación. Hay días en los que mataría por volver a casa, por estar junto a ellas. Hay días en los que mataría… Y cuando matar se convierte en tu vida. Y cuando matas para vivir, y cuando vives para matar. Yo, un médico. Yo, que he dado vida por medio del amor, tengo las manos manchadas de sangre. Desde que llegué, como ya dije, hace una eternidad, he caminado, solo o acompañado, una inmensidad. De noche o de día, bajo el sol o la lluvia, en selva o en playas… La guerra es caminar, y caminar, y caminar. La monotonía se rompe cuando se dispara, o te disparan, o, lo que es lo mismo, cuando matas, o cuando te matan. El día en que la poesía llegó de improviso había comenzado horas antes. Mis compañeros y yo llevábamos ya horas caminando, uno detrás de otro, hacia un destino al que nunca llegamos. Por lo general, las noches, ahí, ahí en el fin del mundo, eran claras y ruidosas. Aquélla no. Yo no podía ver nada, sólo la espalda de mi compañero y, de vez en cuando, un cigarrillo prendido, ya en la retaguardia, ya en la vanguardia. Tampoco escuchaba los ruidos habituales, de los que ya me habíamos acostumbrado. El silencio reinaba, roto de vez en cuando por una carcajada, por una detonación lejana o por unos versos recitados a la par de la marcha. "Una selva de silencios, sin el oasis de tu voz", pensé, entonces. De cierta manera, era feliz. Caminando, sin saberlo, como un condenado a muerte con rumbo al cadalso. Y, con esta reflexión todavía flotando sobre la columna de hombres, sucedió. De repente, sin anuncio alguno, sin preámbulo millones de girasoles abrieron suavemente sus pétalos, saludando al sol. Incandescentes, luminosos, estridentes, radiantes, brillantes... No encuentro los adjetivos para describirlos. Llamativos, apresurados, bienvenidos... Fue un espectáculo, breve, de minutos eternos, de vidas efímeras. Mis compañeros y yo nos detuvimos. Y con los primeros rayos del día, nos pudimos ver, pequeños, insignificantes, en aquel inmenso campo de flores. Conocimos lo que sienten los náufragos, al sentirse derrotados por el mar, ese día con olas de girasoles. Habíamos caminado por lo menos una hora en este peculiar sembradío sin darnos cuenta que estábamos rodeados por cientos, miles de flores, que ahora bailaban suavemente, acariciadas por los destellos del naciente sol. El amarillo pintó nuestras pupilas, con el pincel de sus pétalos. Y, de nuevo, sucedió. De repente, sin anuncio alguno, sin preámbulo y de la nada escuché un disparo. Y después otro, y otro, y otro. Y el paraíso de girasoles se tornó en un infierno. Uno a uno fuimos cayendo, incapaces de reaccionar. Las balas, en su recorrido, recortaban los pétalos de las flores, para después alojarse dolorosamente en nosotros, vertiendo sangre y carne por los aires. Así, todo a nuestro alrededor se llenó de destellos amarillos y rojos. Bailábamos, al compás del miedo y de los proyectiles, en medio de un carnaval de pétalos y sangre, que flotaban en el aire que respirábamos. Un triste desfile, con doliente confeti, muy diferente al que esperábamos cuando la guerra concluyera. Yo fui uno de los primeros en caer. Primero, sentí un gran dolor en mi brazo izquierdo. Cuando bajé la vista para ver qué me había lastimado así, sólo encontré un bulto ensangrentado. Después, otro disparo me dio en el vientre. Me llevé mi única mano y sentí cómo un líquido caliente, viscoso, la envolvía. Caí primero de rodillas, y los girasoles que minutos antes me habían seducido, quedaron a la altura de mis ojos. Y, como ellos, volteé instintivamente hacia el sol. A pesar de todo, de todo el dolor, de cierta manera era feliz. No tuve fuerzas para sostenerme y me derrumbé, completamente. Sentí el lodo en mi rostro, y pude oler el rocío. Sentía mi corazón latir. Frente a mí vi un brazo, y reconocí en él el reloj que mi padre me había regalado el día de mi graduación. Cuando morí, marcaba las 6 de la mañana y 12 minutos.
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